Juego de tronos se ha puesto el listón muy alto a sí misma, tanto que en ocasiones no ha estado a la altura de sí misma. Pero el tercer episodio de esta última temporada, con sus imperfecciones, es historia de la televisión.
Hace ocho años, en la primera escena de la serie, incluso antes de que oyéramos por primera vez su icónica música de opertura, Juego de tronos nos presentaba a los caminantes blancos. Rápidamente de los presentaba como esa gran amenaza que se cernía sobre la humanidad, entretenida en pelearse por una silla hecha de cuchillas. Una pelea que parecía irrelevante comparada con la batalla entre los vivos y los muertos. Poco a poco, estas criaturas fueron haciendo apariciones más regulares y cada vez más personajes creían que su existencia era bastante más que simples leyendas. Y los ocho años de tensión se liberaban, por fin en el tercer capítulo de la última temporada, que se presentaba como la madre de todas las batallas (en una pantalla).
55 noches consecutivas de rodaje en pleno invierno para una hora y media de batalla -en comparación, la batalla del Abismo de Helm de El Señor de los Anillos: Las dos torres dura 40 minutos. Podía parecer imposible que el capítulo más grande jamás rodado de la serie más grande jamás rodada pudiera estar a la altura de las expectativas, y más viendo que en las últimas temporadas había perdido algo de brillo. Pero lo está e incluso, dentro de su imperfección las supera.
No es televisión, es una montaña rusa
La larga noche, el título del episodio, hace honor al slogan de la cadena It’s not TV, it’s HBO. Y es que no es televisión, es una experiencia. Es una montaña rusa cardiaca que te mueve sin concesiones las intensas escenas bélicas de las murallas de Invernalia a otras más próximas al survival horror en los oscuros pasillos del castillo. Y no hay mejor manera de probar la tensión que genera que mostrar la gráfica de pulsaciones que mostraba mi smartwatch tras ver el capítulo.
No se puede hacer más que aplaudir la tensión que Miguel Sapochnik-que ya había sido responsable de dirigir La batalla de los bastardos-, quien logra crear un episodio que parece bastante evidente que arrasará con todos los premios televisivos de la temporada. Está escrito. Y eso a pesar de algunos evidentes defectos: el montaje parece demasiado confuso e hiperactivo -y no vale la excusa que quiere transmitir la confusión de la batalla, de la misma manera que una escena que quisiera transmitir aburrimiento no debería ser aburrida-, algo que unido a la oscuridad de la noche hace que en ocasiones no sepas muy bien qué estás viendo.
Pero estos peros son ampliamente superados por las virtudes y el alud de momentazos que comienzan con la carga de los dothraki con sus armas en llamas, que siguen con las trincheras prendiendo fuego, o con las persecuciones entre los dragones. Todo salpicado con momentos extrañamente íntimos, como las conversaciones entre Sansa y Tyrion o cuando el Perro se niega a luchar viendo la batalla perdida solo para volver a cargar al ver a Arya en peligro. Y, sí. Luego está Arya y uno de esos pocos momentos en los que una serie de televisión te pone en pie. Qué momento.

El episodio es un avión que agarra y no te deja respirar hasta que aparecen los créditos. Una experiencia sobresaliente que la ficción televisiva difícilmente superará (y ya veremos si la iguala), pero una vez se pasa el chute de adrenalina, queda la duda de si ha sido el mejor momento de Juego de tronos narrativamente hablando.
Arya, el Rey de la noche y la eucatástrofe de Tolkien

Todo el mundo tenía sus ojos puestos en Daenerys, Jon y Bran, incluso en Jaime Lannister. Alguno de ellos debía ser el Príncipe que fue prometido, el elegido para acabar con el mal. Pocos esperaban, sin embargo, que quien finiquitase la amenaza del Rey de la noche fuese Arya. Será, seguro, algo tremendamente divisivo entre los seguidores de la serie. No faltarán quienes aplaudirán y criticarán lecturas feministas en este momento, pero la mayoría se quejará de que es un tanto anticlimático. Y lo cierto es que el capítulo ha fintado en ocasiones con lo que parecía que iba a ser un enfrentamiento entre el gran villano y con Daenerys y su dragón primero, y más tarde con Jon Nieve. Al final la gran batalla final se finiquita por un ataque por la espalda y una puñalada a traición. Algo, en realidad, que parece muy apropiado para Juego de tronos.
Y no deja de ser extrañamente pertinente que sea un personaje cuyo arco ha girado alrededor de la muerte y de dar muerte a sus enemigos quien acabe con la muerte personificada. Puede parecer, también, que es un momento que sale de la nada, pero no es así. Con todos los planes que Jon, Daenerys, Tyrion y toda la plana mayor hacen para preparar la batalla, lo cierto es que únicamente son dos los que mueven los hilos desde detrás del telón: Bran y Melissandre, los dos personajes con conocimientos del mundo sobrenatural.
Bran es quien le da la daga en el capítulo anterior -la daga con la que le habían intentado asesinar en la primera temporada empezando la guerra entre los Stark y los Lannister-, y quien hace de cebo para que el Rey de la Noche esté en el bosque de los dioses cuando debe de estar. Melissandre es quien, en la conversación que tienen tras huir de varios muertos, le da el empujón final para que se lance a su destino: “has cerrado muchos ojos: ojos marrones, ojos verdes… ojos azules”, le dice.
Es cierto que Juego de tronos debería haber estado por encima del cliché del “mata a su jefe y los matas a todos”, pero era difícil que no fuese así. Al fin y al cabo, Juego de tronos no existiría sin Tolkien y El señor de los anillos, y qué mejor manera de honrar al abuelo con una buena eucatástrofe. La eucatástrofe es un termino acuñado por Tolkien que hace referencia a un giro en los eventos que evita el peor de los finales en el último momento: la llegada de las águilas en el Hobbit o el tropezón de Gollum cuando Frodo había sucumbido a la tentación del anillo. Pero no es un giro gratuito, un deus ex machina, tanto la existencia de las águilas como la obsesión ciega de Gollum por recuperar su tesoro habían sido firmemente establecido en la trama. Igual que la capacidad de Arya para matar desde las sombras. Incluso la maniobra de dejar caer la daga la había mostrado ya con anterioridad. La forma en la que muere el Rey de la noche recuerda mucho a cómo fue creado, dando la sensación de que más que un asesinato es un “desencanto”. Fue creado de una forma muy específica y Bran y Melissandre han manipulado los eventos para que se le apuñale con un material muy concreto en un lugar concreto, como si fuese la única forma de hacerlo.
La amenaza del fin del mundo ha sido muy exagerada
El problema con la forma que lo han ejecutado en Juego de tronos es que los protagonistas no han tenido que pagar un gran precio por esto -al menos por ahora, quedan tres capítulos de hora y media, esto es tres películas, y todo lo que viene ahora puede remediarse perfectamente-. Para empezar, da la sensación de que la terrible amenaza de los caminantes blancos y los muertos había sido tremendamente sobrevalorada. La primera vez que los vivos y los muertos se enfrentan en combate directo -sin emboscadas ni trampas por medio-, los malos pierden y se acabó todo de forma un tanto abrupta. Pues tampoco era para tanto.

A cambio de la salvación, Tolkien mata a Frodo y a Thorin Escudo de Roble, uno es el protagonista de El señor de los anillos y el otro es uno de los tres personajes más importantes de El Hobbit junto a Bilbo y a Gandalf. Sí, la batalla de Invernalia se lleva personajes que han tenido una gran importancia en la historia como Melissandre, Jorah Mormot -muerte por friendzone- o Theon Greyjoy, quien culmina una excelente historia de redención. Pero el núcleo duro del reparto -Jon, Daenerys, Tyrion, Arya, Sansa, Bran, Sam y Jaime Lannister- salen indemnes. Y para una serie que mata al personaje que salía en todos los carteles promocionales antes de que acabe la primera temporada, pues un puñado de secundarios sabe a poco, por muy queridos que sean y épicas que sean sus muertes -Lyanna Mormont, te miro a ti-.
Con cuatro horas de Juego de tronos por delante, todo esto puede cambiar, pero lo cierto es que en este momento, tras la batalla de Invernalia da la sensación de que toda la trama de los caminantes blancos ha quedado aguada y que se podría haber obviado sin que nada sustancial cambiase. Si hasta ahora la obsesión por el trono parecía irrelevante comparado con la amenaza del fin del mundo, pero tal y como se ha desarrollado parece que lo del fin del mundo era casi relleno glorificado.

Ahora la atención vuelve a dirigirse a Cersei y el Trono de hierro, que realmente es mucho más interesante que el Rey de la noche, pero también es verdad que es un poco como si después de enfrentarte al jefe final tuvieras que volver a enfrentarte a un mini-jefe. Un minijefe que es una grandísima hija de puta y que puede volar media ciudad para cargarse a un puñado de enemigos, pero que a priori no parece tan amenazante como el posible fin de la humanidad (¿o sí? ¡Puta Cersei!). En todo caso, esto recuerda, de nuevo, a Tolkien y cuando tras acabar con Sauron la atención se vuelve de nuevo a un Saruman muy venido a menos en el tramo final de El Señor de los Anillos.
En todo caso, es perfectamente posible que las repercusiones de la batalla con los caminantes blancos se hagan visibles en los próximos episodios y que tengan ramificaciones mucho mayores que el aparente “les hemos ganado, ahora vamos a por Cersei” y que esta sensación anticlimática que queda tras este episodio se esfume cuando veamos la historia terminada. Lo que no parece que se vaya a esfumar pronto son las taquicardias que ha causado el que sin duda es, con todas sus imperfecciones, una hora y veinte minutos que pasarán a la historia de la televisión como aquel día que Juego de tronos nos hizo escupir nuestros corazones de pura tensión.